Egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad Alberto Hurtado. Diplomado en Seguridad Ciudadana. Investigador del Observatorio Lex Econ Consumo. Subdirector de la Revista de Derecho Lex Olympia.
En tiempos donde la seguridad parece justificarlo todo, ideas como la de las “cárceles mentales” empiezan a sonar atractivas. ¿Y si pudiéramos “reprogramar” a la persona que ha cometido un delito para que, en lugar de cumplir años privada de su libertad, viviera en sólo unos minutos toda una vida de reflexión, dolor y arrepentimiento? La promesa suena seductora, pues ofrece eficiencia, reinserción instantánea y una sociedad más segura.
Resulta conveniente mencionar que esta propuesta surge en respuesta al fracaso de los modelos carcelarios tradicionales, principalmente en lo que se refiere a la rehabilitación conductual efectiva de las personas condenadas; los índices de reincidencia son altos, las condiciones de vida al interior de las prisiones son deplorables y el estigma de haber estado en ellas termina en un círculo vicioso del cual pocos logran escapar. De esta manera, las prisiones no solo cumplen una función punitiva, sino que también reproducen prácticas de violencia y exclusión social. Por tanto, resulta lógico cuestionar si acaso la respuesta a este fracaso es reemplazar la reflexión, el aprendizaje y la transformación humana por una reconfiguración tecnológica de la mente.
Para dirigir el cauce de la exposición en torno al tema central de la misma, es pertinente comprender en qué consiste esta nueva concepción de las prisiones y su funcionamiento, ya que a pesar de que esta propuesta suene innovadora, deja entrever una serie de implicancias éticas, sociales y psicológicas que deben ser analizadas detenidamente. Pues, si bien la rehabilitación delictual de forma rápida y efectiva puede ser atractiva en un primer término, esta intervención pone en riesgo la autonomía de las personas condenadas y plantea serias dudas sobre las fronteras entre la corrección conductual y la manipulación de la actividad cerebral.
El funcionamiento del modelo propuesto por Hashem AL-Ghaili (2024) se basa en la realización de dos procesos complementarios. El primero consiste en la creación de recuerdos artificiales, los cuales se adaptarán a las necesidades de rehabilitación que presente cada sujeto y posteriormente serán implantados en su cerebro. Aquello se justifica en el papel que desempeñan los recuerdos vívidos en la formación del comportamiento, ya que nuestras experiencias pasadas son la base sobre la cual construimos nuestras respuestas emocionales y cognitivas ante determinadas situaciones (Al-Ghaili, 2024). Los recuerdos no actúan solamente como registros estáticos de lo que ha ocurrido, sino que éstos se convierten en poderosos moldes que influyen en cómo tomamos decisiones y actuamos (Arana, 2014), de ahí que ostenten el poder de reforzar o modificar patrones de conducta.
Los recuerdos artificiales recrearán entornos virtuales inmersivos que simulen situaciones de la vida real, en las cuales el prisionero pueda enfrentar desafíos o decisiones éticas de manera controlada, permitiéndole practicar habilidades de sociabilidad y de autocontrol sin que ello signifique un riesgo para su seguridad o la de otros. Estos entornos podrían incluir, por ejemplo, interacciones con víctimas o escenarios que promuevan la reflexión moral, ayudando al prisionero a comprender el impacto de sus actos desde la perspectiva de la empatía. Al integrar estos componentes el sistema no sólo facilita la rehabilitación, sino que también promueve un proceso de reconstrucción personal que va más allá de la simple corrección de comportamientos (Stieglitz, 2019).
Por otro lado, el segundo proceso –que es consecuencia del anterior– consiste en modular neurotransmisores y hormonas para inducir estados emocionales específicos; como empatía, remordimiento o compasión. Una vez que el prisionero sea capaz de reaccionar de la forma esperada por el equipo de expertos a cargo del proceso frente a los determinados estímulos que se le efectúen, se establece el tránsito para la reconfiguración emocional y el cambio de comportamiento. Como resultado, una vez consolidadas estas modificaciones emocionales, el prisionero debe interiorizar los sentimientos inducidos como parte integral de su identidad (Al-Ghaili, 2024).
Lo expuesto anteriormente implica la creación de nuevos modelos mentales, donde el prisionero asocie comportamientos ilícitos con consecuencias emocionales negativas (culpa, dolor moral) y, a la vez, asocie las conductas positivas con recompensas emocionales como la paz interior o el reconocimiento de su propio crecimiento personal. Cabe mencionar que para lograr este proceso de interiorización y reestructuración profunda, se contempla una etapa posterior en la que el prisionero pueda participar en sesiones de terapia especializada con un profesional capacitado, como un psicoterapeuta o un psiquiatra especializado en rehabilitación criminal (Arch y Fabregas, 2020). Todo controlado. Todo medido. Todo perfectamente "rehabilitado".
Habiendo expuesto a grandes rasgos el funcionamiento del modelo propuesto, resulta evidente que lo que se plantea con las cárceles mentales no es una mejora del sistema penal, sino una ruptura radical con los principios que lo sostienen. Porque la verdadera rehabilitación no ocurre cuando alguien siente culpa inducida químicamente, sino cuando la comprende; no cuando alguien recuerda algo implantado, sino cuando ese recuerdo está vinculado a su historia, a su conciencia y a su voluntad de reparar el daño producido con su actuar. La posibilidad de modificar artificialmente los recuerdos y emociones de una persona privada de libertad abre una serie de dilemas éticos que, hasta ahora, parecían estar exclusivamente situados en la ciencia ficción. ¿Quién decide qué emociones son deseables? ¿Quién establece qué recuerdos deben implantarse? Y, ¿qué ocurre con el libre albedrío de quien se está “rehabilitando”?
La identidad humana no es una base de datos que pueda editarse sin consecuencias. Somos lo que recordamos, lo que sentimos, lo que hemos vivido y cómo hemos interpretado esas vivencias. Los recuerdos son elementos clave para la formación del comportamiento y la identidad de una persona, por lo que no deben ser manipulados como si fueran piezas de un rompecabezas que se pueden reconfigurar para que encajen con las expectativas sociales. Ya que al alterar artificialmente estos elementos, no sólo se están cambiando comportamientos, sino que también se están reescribiendo biografías, eliminando experiencias auténticas, y con ello, fragmentando la capacidad del individuo de reconocerse como un ser íntegro y autónomo.
Es por esto que la eventual incorporación de cárceles mentales en el sistema procesal penal –particularmente en la etapa de ejecución de la pena– plantea una serie de problemáticas que deben ser cuidadosamente consideradas. Una de las más relevantes está relacionada con el consentimiento informado y la autonomía del recluso. Estos conceptos dicen relación con la capacidad de una persona privada de libertad para tomar decisiones sobre su vida y su bienestar dentro del contexto de una institución penitenciaria (Buedo et al., 2023). Pues, para que se pueda hablar de un auténtico consentimiento informado se requiere que éste se preste en condiciones de genuina libertad, libre de cualquier coacción y habiendo recibido la información de forma clara y comprensible.
La relevancia de la libertad personal no es una cuestión menor, principalmente tratándose de la dimensión jurídica de este experimento futurista. Pues, si bien en el ordenamiento jurídico chileno no hay normas que regulen la formación del consentimiento, ya que las disposiciones referidas a la voluntad suponen un consentimiento ya formado, es posible sostener que este requiere, al menos, ser prestado de forma libre e informada. Siendo así, ¿puede considerarse libre una persona que debe elegir entre años de encierro o someterse a un procedimiento invasivo que va a alterar su mente para siempre? La coacción, aunque disfrazada de opción, sigue siendo coacción. La elección en este contexto es ilusoria, y lo que está en juego es precisamente la autonomía del individuo.
Tampoco debemos subestimar las consecuencias sociales, debido a que una persona que ha pasado por este tipo de intervención será vista –y probablemente se verá a sí misma– como un “proyecto de rehabilitación”, no como un ser humano que ha recorrido su propio camino de transformación. Se corre el riesgo de crear una nueva categoría de estigma: los “reprogramados”, aquellos cuya conducta ya no será evaluada por sus actos, sino por el procedimiento al que fueron sometidos.
Esto plantea serias preguntas sobre la reinserción social. ¿Podrá alguien que ya no se reconoce en sus propios recuerdos, que duda de su identidad y que ha perdido parte de su autonomía emocional, integrarse con normalidad a una sociedad que lo mira con desconfianza? Y ¿qué vínculos podrán construir si su historia ha sido modificada?
Las repercusiones psicológicas en los condenados sometidos a este tratamiento podrían incluir una grave alteración de su propia identidad. Aquello debido a que la manipulación de los recuerdos de una persona podría causar una disonancia entre su identidad original y la nueva versión de sí misma que se crea tras la modificación. La identidad de una persona está en gran parte construida sobre sus recuerdos, experiencias y vivencias. Al alterar estos elementos, puede generarse una disonancia de la propia identidad, donde el individuo ya no se reconoce a sí mismo o se enfrenta a una profunda confusión sobre quién es realmente.
Por su parte, el modelo de cárceles mentales tampoco resiste un análisis desde los Derechos Humanos. La intervención directa sobre el cerebro humano atenta contra principios básicos como la integridad psíquica, la dignidad personal y la libertad de pensamiento. Incluso si se ofreciera como alternativa “voluntaria” a una condena tradicional, la presión del encierro invalidará cualquier argumento de libre decisión. Y lo más grave es que estas violaciones podrían quedar legitimadas por el propio Estado, bajo la excusa de la rehabilitación.
¿Estamos dispuestos a aceptar eso? ¿A permitir que se experimente con la mente humana como si fuera un campo de pruebas? El riesgo de convertirnos en una sociedad que normaliza este tipo de intervenciones es enorme, permitiéndolas en un futuro para corregir cualquier tipo de “desviación”. Cuando el control de la conducta se convierte en política de Estado, el autoritarismo ya no necesita cárceles físicas; basta con dominar la mente.
Si bien las cárceles mentales podrían formar una sociedad más controlada, en ésta –bajo el pretexto de la seguridad y la rehabilitación– se vulneran los Derechos Fundamentales de los individuos. La libertad de pensamiento y la capacidad de decidir de manera autónoma son pilares esenciales de nuestra humanidad. Manipular la mente de las personas, aunque bajo una aparente idea de rehabilitación, es una forma de control que debemos rechazar. La creación de un sistema carcelario basado en la modelación cerebral podría ser el primer paso hacia una distopía en la que las personas no se rehabiliten por convicción, sino por imposición. Pues reinsertar no es reprogramar. Sanar no es suprimir. Transformar no es borrar.
Finalmente, la gran pregunta que queda es una que no puede responder la ciencia, la tecnología, ni el derecho. Es una pregunta profundamente política, ética y humana: ¿hasta qué punto estamos dispuestos, como sociedad, a ceder el control de nuestras mentes a cambio de la promesa de orden?
Arana, J. (2014). Historia de la neurociencia. El conocimiento del cerebro y la mente desde una perspectiva interdisciplinar.
Arch, M. y Fábregas, M. (2020). Terapia forense: intervención terapéutica en casos de elevada complejidad.
Buedo, P., Sanchez, L., Ojeda, M., Labra, B., Varela, I., Apaza, G., Vilchez, S., y Sipitria, R. (2023). Consentimiento informado y directivas anticipadas: análisis comparado de la legislación en América Latina.
Stieglitz, T. (2019). Why Neurotechnologies? About the Purposes, Opportunities and Limitations of Neurotechnologies in Clinical Applications. Neuroethics.
Whitman, J. (2003). Harsh Justice: Criminal Punishment and the Widening Divide between America and Europe. Nueva York: Oxford University.